El fallecimiento de David Gistau me ha entristecido por varios motivos. El más obvio es que nunca volveré a leer ni oír sus reflexiones, tan ácidas, ocurrentes y bien envueltas. El segundo es que cuando supe por un amigo común de su accidente, me convencí de que por su gran vitalidad y fecha de nacimiento él sin duda lograría despertar del coma. Su derrota, tras dos meses de lucha, es una gran bofetada para el extraño colectivo de quienes hemos pasado por una situación similar.
La tercera razón es el temor por la que asumo será delicada situación económica en la que se queda ahora su familia, con cuatro hijos muy pequeños. Me exaspera pensar que alguien con tanto talento como Gistau no haya sido recompensado por nuestra sociedad de forma menos dependiente de un trabajo diario ahora truncado para siempre. Hay algo muy estropeado en los riesgos que se asumen a la hora de optar por ciertas profesiones que siguen aportando un grandísimo pero no bien reconocido valor.
La cuarta y última razón conecta con el tratamiento que se le ha dado hasta ahora en los medios. Pese a bellísimas palabras que le han dedicado –casi siempre en un plano personal– íntimos amigos como Manuel Jabois o Rubén Amón, siento que ciertas frialdades y sorprendentes ejercicios de concisión no hacen justicia a la figura que ahora nos deja. ¿Qué asquerosa velocidad ha cobrado el mundo para que no haya tiempo siquiera para hacer eso bien?
Creo que es necesario glosar mejor todas las facetas de un comunicador tan singular como lo fue Gistau. Y no soy yo, desde luego, la persona más indicada para hacerlo, pero no por ello voy a dejar de intentar aportar un grano de arena. El mío.
Nunca llegué a conocerle, pese a que me habría gustado mucho hacerlo y resulta que entrenamos en el mismo gimnasio. Recuerdo que cuando estábamos en aquella maravillosa locura que fue montar Ciudadanos arrancando en 2006, un compañero periodista le sugirió a Gistau una reunión para que le pudiésemos contar el proyecto en Madrid. Oliéndose sin duda la banda que éramos, Gistau declinó gentil el ofrecimiento. No me dio ni para enfadarme, sino, al contrario, para alabarle esa determinación a la hora de fijar sus prioridades. Ahora me apena no haberlo intentado de forma activa en estos últimos años, pensando estúpidamente que la ocasión se presentaría sola.
Gistau destacó por su originalidad como columnista. Incluso sin su bonhomía, sin su contagioso sentido del humor; incluso sin su bagaje cultural lleno de referencias, tan plásticas y frescas. Sin nada de eso, creo, sus textos también habrían abierto esa nueva y riquísima veta de columnismo de opinión, valiente y moderna, que ha creado escuela y le deberemos siempre sus muchos admiradores.
Pero, por encima de todo, supongo que lo que me ha extrañado no leer en los medios son mayores elogios a la tremenda y rabiosa independencia de criterio que exhibió toda su vida, tomando decisiones con frecuencia alejadas de las obvias. ¿Ejemplos? Pienso en su trayectoria aceptando nuevos retos sin red de seguridad, en el control que ejerció sobre su carrera profesional sabiendo pasar página, o en cómo eligió entrar en refriegas públicas en las que nada tenía que ganar. Nada distinto de sentirse coherente, supongo.
Al igual que a figuras de otros campos tan diversos como Carles Puyol, Václav Havel o Richard Feynman, admiro a Gistau por haber sabido ser él antes que uno de los suyos. Miro a mi alrededor y apenas encuentro a gente que haya demostrado una capacidad semejante de vivir fiel a uno mismo, pagando siempre el precio en taquilla. Sin vales ni descuentos.