“Decálogo del buen ciudadano”, el último libro de Víctor Lapuente, tiene un arranque muy difícil de olvidar. Con independencia de ser alguien que conozco y a quien genuinamente aprecio, ese comienzo es sin duda uno de los motivos por los que Lapuente captó toda mi atención durante la lectura de su obra.
Familiarizado con una gran parte de su trabajo anterior, el libro combina perspectivas del autor que resuenan –p.e. que más plausible pensar que el crecimiento de la desigualdad ha sido la consecuencia, y no la causa, de la caída de la confianza en las instituciones–, con otras ideas realmente novedosas. Todo envuelto en un intento honesto y muy meritorio de nadar sin guardar nada de ropa, siempre con la mirada puesta en un futuro, el nuestro, necesariamente compartido.
Por conectar con el título de la obra, extraigo diez ideas que me parecieron especialmente reseñables:
- “No consigues la felicidad satisfaciendo, sino disciplinando tus deseos”. Lapuente opina que la felicidad pertenece a una categoría de objetos de deseo que, como el amor o el éxito profesional, no se logran si se persiguen de forma directa, sino creando las condiciones propicias para que ello pueda suceder (p. 23).
- En el capítulo “No te mires al espejo”, Sócrates, sentando las bases de la ética moderna, le contesta a Glaucón en un dialogo que una persona debe obrar justamente tenga o no el anillo de Giges –que tenía la mágica propiedad de volver a su portador invisible–, porque lo que sacia el alma humana no son las recompensas de la justicia, sino la práctica de ésta (p. 39).
- “Los dependientes y frágiles homo sapiens hemos sobrevivido en la tierra, puesto los pies en la luna y enviado sondas a Marte. Todo gracias a la fortaleza de nuestra debilidad individual”. Lapuente aporta evidencias de muestras de solidaridad como norma, no como excepción, porque si bien no tenemos unas normas morales universales, sí tendríamos un sentido moral universal (p. 62).
- “La razón de ser de Dios es que nadie en la sociedad se crea Dios. [….] Es una idea sencilla, pero de importancia tremenda para la historia de la humanidad”. Una idea que se habría fraguado a fuego lento durante un tiempo inmemorial (p.79).
- Reivindicando el papel de la religión y la creencia en Dios a lo largo de la historia, escribe: “El progreso científico no empezó en los refinados salones de la Ilustración sino mucho antes, en las sobrias celdas de los monasterios medievales” (p. 133).
- “Nuestras sociedades han progresado cuando la política se ha centrado en la discusión programática y no en la redentora. Cuando hemos mantenido el debate político limpio de contaminaciones religiosas. Lapuente denuncia los influjos gnósticos en quienes, a lo largo de los siglos, han creído en una aprehensión inmediata de la realidad, sin necesidad de reflexión crítica (p. 144).
- “Y es que hay una diferencia sustancial entre la revolución americana y la francesa. La Revolución americana fue ‘atea’ y la francesa ‘religiosa’. Donde el autor opina que la Revolución francesa fue religiosa justamente porque sus promotores, ateos declarados, volcaron sus sentimientos religiosos en el esfuerzo revolucionario. Con efectos terribles (p. 146).
- Rechaza el paradigma de los ‘test de pureza’, ubicuos en nuestra sociedad hiperconectada, destacando el esfuerzo titánico que requiere el luchar contra ellos, siempre incurriendo en riesgo severo de marginación (p. 201).
- Cita al antropólogo John Tooby para aseverar que el razonamiento honesto es incompatible con la lealtad grupal. En apoyo de su punto de vista, visita el pensamiento de Marco Aurelio y Adam Smith, así como evidencia científica reciente para escribir que “pensar que dentro de nosotros conviven juez y procesado nos ayudará a tomas decisiones más juiciosas” (p. 209).
- “La victimización nos hace más egoístas. Sentirnos víctimas nos da una patente de corso para abandonar las convicciones morales y entregarnos sin remordimientos al egoísmo”, escribe Lapuente contra el victimismo, noción generadora de una cultura que con demasiada frecuencia desemboca en el odio (p. 229).
Como ha reseñado con acierto Ramón González Férriz, la reivindicación que hace Lapuente de los conceptos de Dios y Patria como aglutinadores necesarios de una convivencia fructífera, no tienen por qué ser compartidos por todos. Pese al acierto en la cita de Jordan Peterson que encabeza uno de los capítulos del libro –“Algo que no podemos ver nos protege de algo que no entendemos. Lo que no podemos ver el la cultura [….] Lo que no entendemos es el caos que dio origen a la cultura”–, es decir, sin querer negarle ningún valor al estudio del status quo y cómo hemos llegado hasta aquí, con González Férriz también soy escéptico ante la idea de que sea imprescindible rescatar ideas-fuerza del pasado para construir nuestra sociedad del mañana. Sin que esto implique en absoluto que la tarea vaya a resultar sencilla.
No puedo estar más de acuerdo con Lapuente, sin embargo, en su denuncia de que conectarse con los deseos de uno mismo y olvidarse de lo que quieren los demás no debería ser el mantra por el que guiemos nuestro comportamiento. Al menos cuando lo que quieran los demás no es un –muy humano– mero afán de poder sobre nosotros. También en la necesidad de plantearse cómo actuar como un buen ciudadano. O en lo contraproducente que resulta hinchar infinitamente el ego de quienes vienen por detrás, haciéndoles creer que pueden moldear el mundo a su gusto, en lugar de aceptar sus límites con estoicismo. Si bien, en este último aspecto, sin olvidar nunca que creer que todo es posible no debe contraponerse a pensar que nada valioso lo es, ni merece la pena ser intentado.
“Decálogo del buen ciudadano” es un muy buen libro, tremendamente valiente y de lectura recomendada para cualquiera que comparta las inquietudes respecto a las grandes cuestiones sobre ética personal y colectiva que trata su autor. Especialmente en un momento de cambio –o más bien de genuina crisis– como el actual.
Comments
You can follow this conversation by subscribing to the comment feed for this post.