La precampaña que desembocará en las elecciones generales del domingo 23 de julio ha puesto el foco en un tema fascinante: la diferencia entre la –deleznable e inmoral– mentira y el –sabio y muy recomendable– cambio de criterio.
En columnas escritas con forma de trinchera, etiquetando actuaciones equivalentes como A o B dependiendo de qué líder político las haya protagonizado, el sesgo en el análisis a uno y otro lado de nuestro peculiar Río Grande ideológico denota, una vez más, la falta de objetividad del opinador medio español.
Cualquier reflexión sobre este tema ha de pasar por aclarar con exactitud a qué definición de la palabra mentira nos referimos. Dos son las candidatas principales. En primer lugar, tirando de la Real Academia Española: decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa. En segundo lugar, si nos valemos de diccionario de Uso del Español de María Moliner: decir cosas que no son verdad para engañar.
Una definición, la primera, que pone el énfasis en la disonancia circunscrita al fuero interno del sujeto. O lo que es lo mismo, en la subjetividad que no en la objetividad. La otra, la segunda, teleológica en su raíz. Es decir, centrada en los fines perseguidos por ese mismo actor bajo la lupa.
Desafortunadamente, ninguna de las dos definiciones nos permite vadear las arenas movedizas del todo. Cualquier conclusión que alcancemos debería expresarse, por lo tanto, en términos que reflejen la imposibilidad de proveer pruebas absolutamente irrefutables en un sentido u otro.
Dicho esto, creo que también es de justicia expresar que la hoja de servicios del presidente del Gobierno deja poca duda de que la totalidad de sus decisiones difícilmente podrán enmarcarse jamás bajo el conveniente paraguas de los cambios de criterio justificados. Estos han sido años de creciente falta de respeto hacia el concepto de verdad. Un deterioro impulsado desde una multitud de frentes, incluido el institucional. Y si esta devaluación de la verdad no hubiese sido empleada para engañar e intentar ganar con ella ventaja política, me cuesta encontrar una explicación alternativa que resulte convincente.
Dicho esto, más allá de particularizar en la praxis de un líder político u otro, creo honestamente que deberíamos conjurarnos para elevar los estándares que exigimos de todos y cada uno de nuestros representantes. Es decir, forjar una nueva cultura de absoluto respeto hacia el concepto de verdad. O, lo que es lo mismo, hacia la obligación de explicar las bases argumentales de cada una de las decisiones tomadas, hayan cambiado éstas frente a otras previas o no.
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