El pasado 30 de agosto el Lehendakari Iñigo Urkullu publicó una interesante tribuna en el diario El País. Interesante por innovadora, al menos formalmente.
Dos nociones a destacar en su propuesta tras una primera lectura:
- La insoportable levedad de su –minúscula– apelación a la lealtad recíproca, esa gran carencia histórica. Seguida inmediatamente, ay, de la desleal coda “no queremos imponer nada a nadie, tampoco podemos aceptar que se impida al pueblo vasco manifestar su voluntad.“
- El mal –y antidemocrático– estilo, tan extendido en esta era de vacías apelaciones a sumisiones revestidas del talco del diálogo, de la peculiar secuencia procedimental sugerida: primero tú aceptas lo que yo propongo; luego pasamos ya a las formalidades, convenciones y tal.
Más tarde, reflexionando sobre qué representaba lo leído, me vino a la cabeza una metáfora.
El texto de Urkullu parecía escrito por alguien a quien, por motivos X o Y –pista: la necesidad de sus votos por las disfuncionalidades manifiestas de nuestra legislación electoral–, se le ha permitido ganar en el casino haciendo trampas durante décadas. Una verdadera eternidad. Al modo del personaje de Andrew Bevel en la magnífica Trust, de Héctor Díaz, sólo alguien con ese tipo de bagaje puede llegar a olvidar que sus victorias no son un reflejo de su talento innato. Y en un ejercicio de pasmosa arrogancia, viniéndose arriba, propone ahora dar clases a los demás sobre cómo ganar imitándole.
¿El fallo de su razonamiento? Que el juego no está diseñado para que todos ganen. No al mismo tiempo. Lo sabemos cualquiera que haya vivido el intento de un propietario de desconectarse de la calefacción u otros servicios centrales en su comunidad de vecinos. La ganancia del escindido es la perdida de los demás sostenedores de los gastos fijos generados por la instalación en cuestión.
No, la solución al impasse político que vivimos en España no vendrá por la vía de propuestas que no estén verdaderamente comprometidas con la idea de la lealtad recíproca. Tampoco a través de aquellas que nieguen la verdadera naturaleza del diálogo, cosa bien distinta de la aquiescencia lograda explotando una favorable –por sistemáticamente trucada– coyuntura electoral.