El panorama político en España es cada vez más irrespirable. El insólito episodio protagonizado por el presidente del Gobierno –esa suspensión de su ejercicio del cargo para reflexionar en familia durante cinco días sobre su futuro político– podría al menos haber concluido en un hito positivo. Es decir, en un auténtico compromiso de cambio de dirección que contribuyese a unir al país, mejorándolo, en vez de a dividirlo todavía más.
En su declaración institucional del lunes, 29 de abril, Pedro Sánchez bien pudo tender la mano a la oposición de forma honesta. Con un compromiso firme y afán productivo. Al fin y al cabo, no existe el modo de recomponer nada que no parta de un examen sincero de cómo se ha llegado hasta este punto. Sin embargo, en lugar de hacer tal cosa, el presidente volvió a exhibir esa impúdica incapacidad para la autocrítica que caracteriza nuestro tiempo. Nada hubo en sus palabras que sugiriese el más mínimo arrepentimiento por esos excesos –ciertos– de los que acusa a sus adversarios, pero que él y su partido también han protagonizado con demasiada frecuencia en el pasado.
Con su elección, para mí grotesca en fondo y forma –amenazas veladas sobre capitalizar el ejercicio del poder sin miramientos a partir de ahora valiéndose de la jefatura del Estado como un mero actor en ese teatrillo–, mucho me temo que seguiremos avanzando por la sucia senda del sectarismo más nefasto. Ése en el que llevamos demasiado tiempo enzarzados ya.
Como suele acontecer en estas situaciones de polarización extrema, aquellas voces que claman por dar paso a una nueva forma de hacer política en nuestro país han sido laminadas, de forma inmediata, por falsamente equidistantes. Espero que todos los actores del espacio político –oposición incluida– sepan hallar la serenidad de ánimo para diagnosticar qué hace falta realmente en este momento, así como la valentía para decidirse a dar el primer paso a la hora de ponerlo en práctica. Nos jugamos mucho en este empeño colectivo.
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