Sorprendía leer ayer en las páginas de El País un artículo comentando un estudio reciente sobre la calidad de las universidades españolas.
Junto a una píldora de sobriedad (“Ninguna universidad española está entre las 100 mejores del mundo”) uno se encontraba con afirmaciones que contenían más bits de información. Por ejemplo, que sólo una privada se colaba entre las 25 mejores universidades del país.
Dejando al margen que la tabla ilustrativa desmentía la propia llamada de portada –-había dos universidades privadas entre las 25 con mayor puntuación--, lo más sorprendente, aunque aparentemente menos noticiable, era el abismo que separaba a la Universidad de Navarra, primera en el ranking, del resto del pelotón --índice 100 para la primera y 62,5 para la Universidad de Córdoba, segunda--. Cosas del foco de la periodista, supongo.
También llamaba la atención el titular: “La Universidad pública apuesta por la investigación; la privada, por la docencia”. De algún modo podría resultar esperable que la universidad privada dedicase menores recursos a la investigación. Al fin y al cabo, las matrículas que pagan los alumnos son una función del retorno docente personal y profesional esperado, no del ánimo a financiar costosos proyectos de investigación con muchas de las características de los bienes públicos --una vez obtenidos los beneficios es muy difícil excluir a nadie de su participación en ellos--. Lo que resultaba más complicado era aceptar el que una mayor inversión en I+D tuviese que acarrear un menoscabo de los estándares de docencia en el ámbito público. ¿Sería un asunto de prioridades de dirección?
Pero, conjeturas aparte, lo cierto es que el trabajo realizado por el Instituto de Análisis Industrial y Financiero (IAIF) de la Universidad Complutense de Madrid se colocaba bajo sospecha desde el mismo momento en que uno leía las variables elegidas.
Y es que, si la selección de variables que mostraba el periódico era verdaderamente representativa --“recursos humanos, medios informáticos, libros por alumno, tesis, patentes, proyectos de I+D…”, seis de las diez categorías listadas--, entonces sería obligado concluir que, al menos parcialmente, los investigadores estaban cogiendo el rábano por las hojas.
¿Acaso son los niveles de colocación y paro, salarios percibidos, proyección profesional, galardones internacionales obtenidos por los licenciados y doctores, o el prestigio y reconocimiento que acarrean las distintas titulaciones en el entorno laboral completamente irrelevantes? ¿Se puede hablar de calidad universitaria sin tener estos factores en cuenta?
Al final, uno volvía a la nota sobria del principio. ¿Será que no tenemos ninguna universidad entre las 100 mejores del mundo porque todavía no hemos comprendido cuáles son las variables relevantes en el entorno globalizado actual? Cualquier estudio de estas características que no mire preferencialmente hacia el exterior, fuera del estricto ámbito universitario, adolece de muy serias deficiencias.
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