Esta tarde entré en el cine con el ánimo de quien llega al tiempo de prórroga en un partido de fútbol. Las críticas y opiniones sondeadas antes de acudir a ver la última cinta de Pedro Almodóvar habían sido marcadamente dispares, a favor y en contra de la calidad y mérito artístico de la obra en cuestión. Tras más de dos horas delante de la pantalla, sin embargo, desde mi criterio personal no caben equidistancias. “Los abrazos rotos” figurará en la filmografía del manchego como un gran borrón. Uno de los más admirados directores que ha dado la historia del cine de nuestro país no debería permitirse patinazos como este. La elaboración de guión ha sido siempre una divisa inconfundible de Almodóvar. Su maestría en ese tercio ha venido complementando de un modo maravilloso su depuradísima técnica como director. Guiones magistrales y una dirección exigente con todo: desde la actuación hasta el más mínimo detalle estético. Esas has sido las herramientas de las que se ha valido nuestro doblemente-oscarizado compatriota para expresar con tanto éxito su peculiar mundo interior allá por donde ha ido. Pues bien, la receta naufraga en “Los abrazos rotos”. Y de qué modo. Lo hace empezando por el guión. Personajes cojos o directamente hemipléjicos --¿quién es Diego?--; (in)exploración de sentimientos pueril --¿qué siente Harry tras la confesión?--, sorpresas de abracadabra --¿el padre? Pedro no me jodas…-- e ignorancias sorprendentes --¿ni una hipótesis previa de si el ex habría estado detrás del accidente? ¿No haber visto nunca la cinta?--… Ni siquiera el gran nivel general de los actores puede suplir tantas carencias. Blanca Portillo sale verdaderamente trasquilada en la escenificación del pretendido clímax dramático. Actúa sin ninguna convicción entre dos estatuas que más que compañeros de reparto parecen seres abducidos por extraterrestres. La nota que domina en esa escena es la cómica –-pide un gin tonic sin tónica…-- tirando del manual más sieso de lugares comunes. Simpático, sí, el homenaje sui géneris a “Mujeres…”, pero aunque dé algo de apuro escribirlo, si alguien cree que con eso y algunos fulgores que salpimientan las dos horas y diez minutos se pueden salvar las graves carencias estructurales de la película, lo cierto es que ese alguien está muy equivocado. Sea Pedro Almodóvar o su porquero.